Del New Yorker: ¿Cómo se comporta el coronavirus dentro de un paciente?
Por Siddhartha Mukherjee
Traducido por la Dra Cecilia Hidalgo
En la tercera semana de febrero, cuando la epidemia de COVID-19 todavía se estaba intensificando en China, llegué a Kolkata, India. Me desperté con una mañana sofocante -las cometas negras afuera de mi habitación de hotel se curvaban hacia arriba, levantadas por las cálidas corrientes de aire- y fui a visitar un santuario de la diosa Shitala. Su nombre significa “la fresca (cool)”, dice el mito que surgió de las frías cenizas de un fuego sacrificial. El calor que se supone debe aplacar no es solo el de la furia del verano que azota la ciudad a mediados de junio, sino también el calor interno de las inflamaciones. Está destinada a proteger a los niños de la viruela, a sanar el dolor de quienes la contraen y a amortiguar la furia de una epidemia de viruela.
El santuario era una pequeña estructura dentro de un templo a pocas cuadras de Kolkata Medical College. En su interior, había una estatuilla de la diosa, sentada en un burro y llevando su jarra de líquido refrigerante, forma en que ha sido representada durante un milenio. El templo tenía doscientos cincuenta años, me informó el encargado. Eso se remontaría a la época en que aparecieron por primera vez los relatos de una misteriosa secta de brahmanes que deambulaban por la llanura del Ganges popularizando la práctica del tika, uno de los primeros ensayos de inoculación. Esto implicaba tomar materia de la pústula de un paciente con viruela –un nido de víboras de virus vivo- y aplicarla sobre la piel pinchada de una persona no infectada, para luego cubrir el lugar con un trapo de lino.
Los practicantes indios de tika probablemente lo habían aprendido de los médicos árabes, quienes a su vez lo habían aprendido de los chinos. Ya en 1100, los curadores médicos en China se dieron cuenta de que aquellos que sobrevivían a la viruela no volvían a contraer la enfermedad (los sobrevivientes de la enfermedad se alistaban para cuidar a las nuevas víctimas) e infirieron que la exposición del cuerpo a una enfermedad lo protegía de futuros episodios de esa enfermedad. Los médicos chinos molían hasta convertir en polvo las costras de la viruela y lo insuflaban en la nariz de los niños con una larga pipa de plata.
La vacunación con virus vivos era parecido a caminar por la cuerda floja: si la cantidad de virus que se inoculaba en el polvo era demasiado grande, el niño sucumbiría ante una expresión completa de la enfermedad, un desastre que llegó a ocurrir tal vez una de cada cien veces. Si todo salía bien, el niño experimentaría una variante leve de la enfermedad y se inmunizaría de por vida. Hacia el mil setecientos, la práctica se había extendido por todo el mundo árabe. En los años sesenta, las mujeres en Sudán practicaban tishteree el jidderee (“comprar viruela”): una madre regateaba con otra sobre cuántas pústulas maduras de un niño enfermo compraría para su propio hijo o hija. Era un arte exquisitamente medido: los curadores tradicionales más astutos reconocían las lesiones que probablemente produciría material viral suficiente, pero no en exceso. El nombre europeo de la enfermedad, variola, proviene del latín que significa “manchado” o “con espinas”. El proceso de inmunización contra la viruela se llamó “variolación”.
Lady Mary Wortley Montagu, la esposa del embajador británico en Constantinopla, había sido afectada por la enfermedad en 1715, que dejó su piel perfecta llena de cicatrices. Más tarde, en el campo turco, fue testigo de la práctica de la variolación y escribió asombrada a sus amigos describiendo así el trabajo de una especialista: “La anciana viene con una cáscara de nuez llena de la materia de la mejor clase de viruela, y le pregunta qué vena desea abrir “, luego de lo cual “introduce en la vena la mayor cantidad de materia que cabe sobre la punta de una aguja”. Los pacientes reposaron en cama durante un par de días con fiebre y, según observó Lady Montagu, salieron notablemente ilesos. “Raramente tienen más de veinte o treinta espinillas en sus caras, que nunca quedan marcadas; y dentro de ocho días están tan bien como antes de su enfermedad”. Informó que miles de personas se sometían a la operación de manera segura cada año, y que en la región la enfermedad había sido en gran medida contenida. “Verá que estoy muy satisfecha con la seguridad de este experimento”, agregó, “pues tengo la intención de intentarlo con mi querido pequeño hijo”. Su hijo nunca contrajo la viruela.
En los siglos transcurridos desde que Lady Montagu se maravilló con la eficacia de la inoculación, hemos realizado descubrimientos inimaginables en la biología y la epidemiología de las enfermedades infecciosas, y, sin embargo, la pandemia de COVID-19 no deja de plantearnos enigmas. ¿Por qué se extendió como un incendio forestal en Italia, a miles de millas de su epicentro inicial, en Wuhan, mientras que la India parece haberse salvado en gran medida? ¿Qué especies animales transmitieron la infección original a los humanos?
Pero tres preguntas merecen especial atención, porque sus respuestas podrían cambiar la forma en que aislamos, tratamos y manejamos a los pacientes. Primero, ¿qué podemos aprender sobre la “curva dosis-respuesta” para la infección inicial, es decir, ¿podemos cuantificar el aumento del riesgo de infección a medida que las personas están expuestas a dosis más altas del virus? En segundo lugar, ¿existe una relación entre esa “dosis” inicial de virus y la gravedad de la enfermedad, es decir, ¿una mayor exposición da como resultado una enfermedad más grave? Y, tercero, ¿existen medidas cuantitativas de cómo se comporta el virus en pacientes infectados (por ejemplo, el pico de la carga viral de su cuerpo, los patrones de su ascenso y caída) que predigan la gravedad de su enfermedad y qué tan infecciosos son para los demás? Hasta ahora, en las primeras fases de la pandemia de COVID-19, hemos estado midiendo la propagación del virus entre las personas. A medida que aumenta el ritmo de la pandemia, también debemos comenzar a medir el virus dentro de las personas.
Dada la escasez de datos, la mayoría de los epidemiólogos se han visto obligados a modelar la propagación del nuevo coronavirus como si fuera un fenómeno binario: los individuos están expuestos o no expuestos, infectados o no infectados, son pacientes sintomáticos o portadores asintomáticos. Recientemente, el Washington Post publicó una simulación en línea particularmente llamativa, en la que las personas en una ciudad eran representadas como puntos que se movían libremente en el espacio: los no infectados en gris, los infectados en rojo (luego cambiaban a rosa, a medida que adquirían inmunidad). Cada vez que un punto rojo tocaba un punto gris, se transmitía la infección. Sin intervención, todo el campo de puntos cambiaba constantemente de gris a rojo. Con distanciamiento social y el aislamiento se impedía que los puntos se golpearan entre sí, y la propagación del rojo en la pantalla se redujo.
Se trataba de la visión que desde la altura de un pájaro en vuelo se tendría de un virus que se difunde a través de una población, concebido como un fenómeno de “encendido y apagado”. El médico y el investigador médico que hay en mí – en mis estudios de posgrado recibí entrenamiento en inmunología viral- quería saber qué estaba pasando dentro de los puntos. ¿Cuánto virus había en ese punto rojo? ¿Qué tan rápido se estaba replicando en este punto? ¿Cómo se relacionaba la exposición, el “tiempo de contacto”, con la posibilidad de transmisión? ¿Cuánto tiempo permanecía rojo un punto rojo, es decir, cómo cambiaba la infecciosidad de un individuo con el tiempo? ¿Y cuál era la gravedad de la enfermedad en cada caso?
Lo que hemos aprendido sobre otros virus, incluidos los que causan SIDA, SARS y viruela, sugiere una visión más compleja de la enfermedad, su tasa de progresión y estrategias de contención. En los años noventa, cuando los investigadores aprendieron a medir cuánto H.I.V. había en la sangre de un paciente, emergió un patrón distinto. Después de una infección, el recuento de virus en la sangre aumentaría a un cenit, conocido como “pico de viremia”, y los pacientes con la viremia pico más alta generalmente se enfermarían antes; serían menos capaces de resistir el virus. Incluso más predictivo que el pico de carga viral fue el llamado punto de ajuste: el nivel en el que el recuento de virus de alguien se estabilizaba después de su pico inicial. Representaba un equilibrio dinámico alcanzado entre el virus y su huésped humano. Las personas con un punto de ajuste alto tienden a progresar más rápidamente al SIDA; las personas con un punto de ajuste bajo demostraron con frecuencia ser “de progreso lento”. La carga viral, un continuo, no un valor binario, ayudó a predecir la naturaleza, el curso y la transmisibilidad de la enfermedad. Para estar seguros, cada virus tiene su propia personalidad, y H.I.V. tiene rasgos que hacen que la carga viral sea especialmente reveladora: provoca una infección crónica y una que se dirige específicamente a las células del sistema inmunitario. Sin embargo, se han observado patrones similares en otros virus.
Inmunológicamente esto no es sorprendente. Si tu sistema es capaz de combatir la replicación viral con cierta eficiencia, debido a tu edad, tu genética y otros índices de competencia inmunológica, tendrás un punto de ajuste más bajo. ¿Podría una exposición inicial más baja, como la de los niños tratados con tika, conducir también a un punto de ajuste más bajo? Ante un desafío menor, el sistema inmunitario podría tener una mayor probabilidad de controlar el patógeno. Por el contrario, si está inundado con múltiples exposiciones a altas dosis, el invasor que se replica rápidamente podría ganar terreno poniendo al sistema inmunitario en dificultades para reconquistarlo.
Un ingenioso estudio sobre la relación entre la intensidad de la exposición viral y la infectividad en los seres humanos proviene de un equipo del Centro de Investigación del Cáncer Fred Hutchinson y la Universidad de Washington, en Seattle. En 2018, un epidemiólogo y estadístico llamado Bryan Mayer se unió a un grupo de médicos y biólogos que estaban investigando un problema que parecía, a primera vista, casi imposible de abordar. Mayer, de unos treinta y tantos años, tiene una voz suave y precisa: usa las palabras con cuidado y habla en oraciones largas y lentas. “Ya desde mis tiempos de estudiante me interesaba la idea de una dosis de virus o patógeno”, me dijo. “Pero el problema es que la dosis inicial es a menudo imposible de capturar, porque solo se sabe que una persona está infectada después de que se ha infectado”. La mayoría de las enfermedades infecciosas solo se pueden ver en un espejo retrovisor: cuando un paciente se convierte en paciente, aquel momento crítico de la transmisión ya ha ocurrido.
Pero los investigadores encontraron un recurso inusual: una cohorte de madres recientes y sus hijos en Kampala, Uganda. Unos años antes, un pediatra llamado Soren Gantt y un equipo de médicos examinaron a estas mujeres y les pidieron que les proporcionaran hisopados orales durante un año. Luego midieron cuánto arrojan las mujeres de un virus llamado HHV-6, que generalmente se transmite a los bebés a través de las secreciones orales posteriores nacimiento, y que causa fiebre y una erupción roja en todo el cuerpo. Ahora era posible investigar cómo la cantidad del virus arrojado, la “dosis” de exposición, afectaba la probabilidad de que un recién nacido se infectase. Gantt, Mayer y sus colegas habían ideado una forma de espiar la dinámica de la transmisión de una infección viral humana desde el principio. “Nuestros datos confirmaron que existe una relación dosis-respuesta en las transmisiones virales para el HHV-6”, me dijo Mayer. “Mientras más virus arrojes, más probabilidades tendrás de infectar a otros”. Había logrado dar vuelta el espejo retrovisor de la epidemiología.
Sin embargo, hay otro aspecto de la transmisión y la enfermedad: la respuesta inmune del huésped. El ataque viral y la defensa del sistema inmune son dos fuerzas opuestas, constantemente en conflicto. El inmunólogo ruso Ilya Metchnikoff, trabajando a principios de mil novecientos, describió el fenómeno como “la lucha”, o Kampf, en las ediciones alemanas de su trabajo. Metchnikoff imaginó una batalla entre el microbio y la inmunidad. El Kampf era una cuestión de terreno ganado o perdido. ¿Cuál era la “fuerza” total de la presencia microbiana? ¿Qué factores del huésped (genética, exposición previa, competencia inmune basal) limitaban la invasión microbiana? Y luego: ¿el equilibrio inicial se inclina hacia el virus o hacia el huésped?
Eso plantea la segunda pregunta: ¿una “dosis” viral más grande da como resultado una enfermedad más grave? Es imposible borrar de la memoria la imagen de Li Wenliang, el oftalmólogo chino de treinta y tres años que dio la voz de alarma en los primeros casos de COVID-19, en su enfermedad final: una fotografía lo muestra con una cara color carmesí, sudando y luchando por respirar con una máscara facial, poco antes de su muerte. Después está la muerte inesperada de Xia Sisi, un médico de veintinueve años del Hospital Union Jiangbei de Wuhan, que tenía un hijo de dos años y, según informó el Times, amaba la comida de Sichuan. Otra trabajadora de la salud china, una enfermera de veintinueve años en Wuhan, cayó tan gravemente enferma que comenzó a alucinar; más tarde, ella se autodescribiría como “caminando al borde de la muerte”.
¿Podría la sorprendente gravedad de estas enfermedades —los jóvenes de veinte y treinta años con COVID-19 generalmente experimentan una enfermedad autolimitada, similar a la gripe—correlacionarse con la cantidad de virus a la que estuvieron expuestos inicialmente? Al menos dos médicos de emergencias en los Estados Unidos, ambos en la primera línea de la pandemia, han caído también gravemente enfermos. Uno de ellos, en el estado de Washington, solo tiene unos cuarenta años. Según los datos disponibles de Wuhan e Italia, los trabajadores de la salud no necesariamente tienen una tasa de mortalidad más alta, pero ¿sufren, de manera desproporcionada, las formas más graves de la enfermedad? “Conocemos la alta mortalidad que se da en las personas mayores”, dijo a CNN Peter Hotez, especialista en enfermedades infecciosas y científico de vacunas del Baylor College of Medicine. “Pero, por razones que no entendemos, los trabajadores de la atención médica en la primera línea corren gran riesgo de contraer enfermedades graves a pesar de su corta edad”.
Se han realizado algunas investigaciones sugerentes con otros virus. En modelos animales de influenza, es posible cuantificar con precisión la intensidad de la exposición, y los ratones que recibieron dosis más altas de ciertos virus de influenza desarrollaron una forma más grave de la enfermedad. Sin embargo, el grado de correlación entre la dosis y la gravedad de la enfermedad varía ampliamente de una cepa de gripe a la siguiente. (Curiosamente, en un estudio, una mayor carga inicial de virus sincitial respiratorio -que puede causar neumonía, especialmente en niños-, se correlacionó negativamente con una enfermedad grave, aunque otro estudio sugiere que la correlación es positiva en los niños más pequeños, la población de pacientes más afectada).
La escasa evidencia que tenemos sobre los coronavirus sugiere que pueden seguir el patrón observado en la influenza. En un estudio de 2004 sobre el coronavirus que causa el SARS, un primo del que causa el COVID-19, un equipo de Hong Kong descubrió que una mayor carga inicial de virus, medida en la nasofaringe, la cavidad en la parte profunda de la garganta por encima de su paladar, se correlacionó con una enfermedad respiratoria más grave. Casi todos los pacientes con SARS que ingresaron inicialmente con un nivel bajo o indetectable de virus en la nasofaringe a los dos meses de seguimiento estaban aún vivos. Aquellos con el nivel más alto tenían una tasa de mortalidad del veinte al cuarenta por ciento. Este patrón se mantuvo independientemente de la edad del paciente, las condiciones subyacentes y similares. La investigación de otra enfermedad viral aguda, la fiebre hemorrágica de Crimea-Congo, llegó a una conclusión similar: cuanto más virus se tenía al principio, más probabilidades se tenía de morir.
Quizás la asociación más fuerte entre la intensidad de la exposición y la intensidad de la enfermedad posterior se observa en la investigación del sarampión. “Quiero enfatizar que el sarampión y COVID-19 son enfermedades diferentes causadas por virus muy diferentes con diferentes comportamientos”, advirtió Rik de Swart, un virólogo de la Universidad Erasmus de Rotterdam, cuando hablamos, “pero en el sarampión hay varias indicaciones claras de que la gravedad de la enfermedad se relaciona con la dosis de exposición. Y tiene sentido inmunológico, porque la interacción entre el virus y el sistema inmune es una carrera contra el tiempo. Es una carrera entre el virus que encuentra suficientes células objetivo para replicarse y la respuesta antiviral cuyo objetivo es eliminar el virus. Si le das al virus una ventaja inicial con una dosis grande, obtienes una mayor viremia, más diseminación, mayor infección y peor enfermedad”.
Describió un estudio de 1994 en el que los investigadores administraron a monos diferentes dosis del virus del sarampión y descubrieron que las dosis de infección más altas se asociaban con picos más tempranos de viremia. En los seres humanos, agregó de Swart, la mejor evidencia proviene de estudios en África subsahariana. “Si se adquiere el sarampión a través de contactos domésticos, donde la densidad y la dosis de exposición son las más altas (es posible que se comparta la cama con un niño infectado), generalmente se tiene un mayor riesgo de desarrollar una enfermedad más grave”, dijo. “Si un niño contrae la enfermedad en un patio de recreo o por contacto casual, la enfermedad suele ser menos grave”.
Discutí este aspecto de la infección con el virólogo e inmunólogo de Harvard Dan Barouch, cuyo laboratorio se encuentra entre los que están trabajando para lograr una vacuna contra el SARS-CoV-2, el virus que causa COVID-19. Me dijo que los estudios en curso con macacos están investigando la relación entre la dosis inicial de la inoculación del viral SARS-CoV-2 y la cantidad de virus en las secreciones pulmonares en un momento posterior. Cree que puede haber una correlación. “Si extendiéramos esta lógica a los humanos, esperaríamos una relación similar”, dijo. “Y, lógicamente, la mayor cantidad de virus debería desencadenar una enfermedad más grave al provocar una respuesta inflamatoria más severa. Pero eso sigue siendo especulativo. La relación entre la dosis viral inicial y la gravedad aún está por verse”.
Para responder la tercera pregunta, si podemos rastrear la carga viral de un paciente COVID-19 de una manera que nos ayude a predecir el curso de la enfermedad, necesitaremos más investigación cuantitativa sobre los conteos de SARS-CoV-2 en los pacientes. Un estudio alemán no publicado ha medido las cargas virales en muestras orales tomadas de individuos sintomáticos y asintomáticos. Inicialmente, se informó que los pacientes que no experimentaron síntomas tenían cargas ligeramente más altas que los que enfermaron. Los resultados fueron curiosos. Pero en ese momento solo siete pacientes habían sido estudiados. Sandra Ciesek, directora del Instituto de Virología Médica, en Frankfurt, que dirigía el estudio, me dijo que no surgían diferencias significativas entre los dos grupos a medida que se comenzaron a tomar muestras de una mayor población de pacientes. “En hisopos, no sabemos de una correlación”, me informó. El problema con la medición de las cargas virales en un hisopo es que está “afectado por factores preanalíticos, tales como la forma en que se toma el hisopado”, agregó. Los hisopos orales se ven notoriamente afectados por pequeñas variaciones en cómo se los toma. “Pero una correlación con una enfermedad grave puede ser cierta para la carga viral en sangre”. Joshua Schiffer, un virólogo clínico del Centro Fred Hutchinson, y coautor del estudio HHV-6, informa que los métodos más estrictos de frotamiento nasal para una variedad de virus respiratorios han producido recuentos de carga viral consistentes y confiables, y que estas cargas generalmente han permitido seguir bien los síntomas y progresión de la enfermedad. En un artículo publicado en línea por The Lancet Infectious Diseases en marzo, los investigadores de la Universidad de Hong Kong y la Universidad de Nanchang informaron que las cargas virales en los hisopados nasofaríngeos de un grupo de pacientes con COVID-19 grave fueron sesenta veces más altas, en promedio, que las cargas entre pacientes con una forma leve de la enfermedad.
A medida que el virus continúa reciclándose en todo el mundo, comenzaremos a encontrar respuestas cuantitativas a estas preguntas sobre cómo la intensidad de la exposición y las posteriores cargas virales se relacionan con el curso clínico de COVID-19. Complementaremos la vista de un pájaro con la vista de un gusano. ¿Cómo cambiarán estos conocimientos la forma en que manejamos pacientes, hospitales y poblaciones?
Comience con la relación entre la intensidad de la exposición y la infección. Piense, por un momento, en cómo monitoreamos a quienes trabajan con radiación. Mediante la dosimetría de radiación, cuantificamos la exposición total de alguien y le establecemos límites. Ya sabemos lo importante que es para los médicos y enfermeras limitar la exposición al coronavirus mediante el uso de equipos de protección (máscaras, guantes, batas). Pero para los trabajadores de la salud en la primera línea de la pandemia de COVID-19, especialmente en lugares donde el equipo de protección es escaso, también podríamos hacer un seguimiento de la exposición total y establecer controles de dosimetría viral, para que un individuo pueda evitar interacciones repetidas con algún conjunto de pacientes altamente contagiosos.
Establecer una relación entre la dosis y la gravedad de la enfermedad podría, a su vez, afectar la atención del paciente. Si pudiéramos identificar pacientes pre-sintomáticos que probablemente estuvieron expuestos a las dosis más altas de virus: alguien que convivía o socializaba con múltiples familiares enfermos (como con la estrechamente unida familia de Fusco de Freehold, Nueva Jersey, que ha sufrido cuatro muertes), o una enfermera expuesta a un conjunto de pacientes que arrojan grandes cantidades del virus; podríamos predecir que se dará una forma más severa de la enfermedad y darles prioridad cuando se trata de recursos médicos limitados, para que puedan ser tratados más rápido, antes o con mayor intensidad.
Y, finalmente, la atención de los pacientes con COVID-19 podría cambiar si comenzamos a rastrear los recuentos de virus. Estos parámetros podrían medirse utilizando métodos de laboratorio bastante económicos y fácilmente disponibles. Imagine un proceso de dos pasos: primero, identificar pacientes infectados, y luego cuantificar las cargas virales en las secreciones nasales o respiratorias, particularmente en pacientes que probablemente requieran el nivel más alto de tratamiento. La correlación de los recuentos de virus y las medidas terapéuticas con los resultados puede dar lugar a diferentes estrategias de atención o aislamiento.
El valor de un enfoque cuantitativo se aplica también a los estudios clínicos. Los ensayos clínicos de drogas suelen ser más informativos cuando se realizan en sujetos que aún no son críticos; una vez que los sujetos han alcanzado esa etapa, cualquier terapia puede resultar insuficiente o muy tardía. Y si se sigue el curso de la enfermedad en tales pacientes utilizando métricas de carga viral, en lugar de seguir los síntomas por sí solos, el efecto de un medicamento en diferentes ensayos se puede comparar de manera más fácil y precisa.
También queremos poder identificar a las personas que se han recuperado de una infección, se han vuelto inmunes al SARS-CoV-2 y ya no son contagiosas. Dichas personas deben cumplir dos criterios: debe haberse podido medir que ya no arrojan el virus y deben tener signos de inmunidad persistente en la sangre (algo fácilmente determinable por un test de anticuerpos). Como descubrieron los chinos con la viruela en el siglo XII, tales individuos, especialmente aquellos que son trabajadores de la salud, son de particular valor para la medicina: excepto en el caso de deterioro de su inmunidad, por lo general pueden atender a los pacientes más enfermos sin enfermarse ellos mismos.
Mi práctica clínica es en oncología. La medición y la enumeración son los pilares de la medicina para quienes actúan en mi campo: el tamaño de un tumor, el número de metástasis, la contracción exacta de una masa maligna después de la quimioterapia. Hablamos de la “estratificación del riesgo” (categorizar a los pacientes según su estado de salud) y la “estratificación de la respuesta” (categorizar a los pacientes según su respuesta al tratamiento). Puedo pasar media hora o más con cada paciente para describir el riesgo, explicar cómo se mide una remisión e idear cuidadosamente un plan clínico.
Una pandemia, por el contrario, va de la mano con el pánico. El caos reina. Los médicos italianos están colgando goteros en postes improvisados para pacientes que yacen en catres improvisados en salas improvisadas. La medición (prueba de carga viral) puede parecer una indulgencia improbable en tales circunstancias. Pero esta crisis requerirá que estratifiquemos y evaluemos el riesgo, y que utilicemos recursos cada vez más reducidos de la manera más efectiva.
La palabra “epidemiología” se deriva de “epi” y “demos” – “por encima de las personas”. Es la ciencia de la agregación, la ciencia de los muchos. Sin embargo, funciona de manera más efectiva cuando se mueve al mismo ritmo que la medicina, la ciencia del uno. En la mañana que visité el santuario de Shitala en Calcuta, la diosa de las epidemias que diezmaban en el pasado a la población también servía como la diosa personal de una madre que había traído a un niño con fiebre desde hacía una semana. Para ganar el Kampf contra COVID-19, es esencial rastrear el curso del virus a medida que se mueve a través de las poblaciones. Pero es igualmente esencial medir su curso dentro de un solo paciente. Lo uno se convierte en lo múltiple. Contemos a ambos; ambos cuentan. ♦